viernes, 30 de septiembre de 2005

LAS SOMBRAS

LAS SOMBRAS


Esos ojos tristes que lo hipnotizaron con su naturaleza de rocío, estaban aquella tarde de domingo, envenenados por el hastío. Desde lo profundo de su existencia brotó la rabia inocente de animal herido.
Sintió unas punzadas en la frente. —Es crónico, — pensó —el fracaso y el dolor son crónicos — repitió mentalmente como si intentara entonar un mantra.
Aprovechó el instante en que la plática dio un respiro y fue a la habitación que compartían desde hacía poco más de medio año. Arriba del librero estaban las aspirinas. Puso tres en su boca y las masticó, le agradaba su sabor. Luego cerró las cortinas de un tirón y se zambulló boca abajo en el lecho metiendo la cabeza entre las almohadas. La ventana aún se esforzaba por dejar entrar tímidamente y apenas por una orilla, el último resplandor que aquella tarde podía entregar. Apretó las cobijas y hundió la cabeza hasta lo profundo del silencio, alejando más, aquella miserable ofrenda.
— Siempre el mismo cuento —continuó desde la cocina Mayra en tono más firme —y nosotros quedamos al final, por si sobra ¿no? Ya no aguanto, ¿qué vamos a hacer? —balbuceó nerviosa. Su cara enrojeció cuando empujó la puerta de la habitación que había quedado entornada y lo vio enroscado en las frazadas, como si intentara escapar de su reclamo — ¡Trabajamos los dos todo el día, casi ni nos vemos y para colmo nunca tenemos un centavo! —le gritó al tiempo que se dejaba caer en una silla del pequeño comedor, en realidad un pasillo al interior del departamento que con una mesa angosta habían adaptado para comer, sobretodo para las cenas, que rara vez sucedían.
Mauricio despegó su rostro de la cama y fue a sentarse junto a ella. Desahuciado sonreía, intentando reencontrar las señas del espíritu. Desde adentro, una solución que no estaba en sus manos ni en sus palabras, pujaba por salir. Deslizándose para calmarla la tomó en sus brazos, le besó la frente y la arrulló en silencio. Una miseria gelatinosa les asomó en los ojos.
Luego salieron. Caminaron un rato por las calles acongojados por su destino. Todo en ellas había desaparecido. No podían ver más que a ellos mismos, frágiles como cristales. El cielo estrellado y la luna se asomaban entre los viejos edificios y las ramas secas de los árboles de la Avenida Millán, en una opaca ciudad de Montevideo. Volvieron al departamento, entraron al cuarto y se estiraron en la cama como dos sombras que desaparecían. Apagaron la luz. La oscuridad era su mundo. Entrelazados en uno sólo, dejaron manar las penas y, como ángeles drogados, por fin, rendidos, durmieron.

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