viernes, 7 de octubre de 2005

LA CARRERA

LA CARRERA



Cumplía treinta y tres años. Fernando se había levantado temprano, se había vestido con la ropa que cuidadosamente había preparado la noche anterior y junto con Felipe habían salido del hotel después de un desayuno ligero.
En la salida estuvieron largo rato envueltos por una multitud que hablaba distintos idiomas.
Sonó el disparo y comenzaron a moverse lentamente.
- Nos vemos en la llegada -
- Ahí nos vemos, suerte -
Los primeros diez kilómetros fueron de calentamiento, como lo tenía
programado, ahí buscaría subir el ritmo y mantenerlo hasta el fin. Se sentía bien, renovado y fresco, como nuevo.
- ¿Qué pasará con todo cuando haya terminado?
Kilómetro 26. Llevaba un muy buen ritmo. Por unos instantes sintió como si
las sienes latieran demasiado fuertes, luego la sensación pasó. A su alrededor iban dos muchachos jóvenes, una chica como de unos treinta y un señor ya mayor de cincuenta.
Su pies se movían rítmicamente, se veían bien desde el rabillo de sus ojos. Al fondo, hasta donde su vista alcanzaba, tenía localizado aquel punto imaginario.
Recordó algunos momentos cercanos a sus quince años Kilómetro treinta y tres. Cuando vio el cartel indicador recordó su cumpleaños. “Treinta y tres años, la edad de Cristo”, pensó. En algo se parecían, él también cargó una cruz. Si, durante años lo hizo.
Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta…, estaba en trance, apenas sentía el cuerpo. “A este paso podría correr diez kilómetros más”, se dijo.
El pavimento continuaba pasando bajo sus pies en sentido contrario. Su mirada, luego de una curva, dio por fin con la manta. Decía “Finish”.
Cruzó la meta y pocos metros después dejó de correr para continuar caminando. Casi repentinamente comenzó a faltarle el aire. Supuso lógicamente que sería a causa de parar la marcha. Levantó los brazos e intentó aspirar todo lo que pudo. Estaba tranquilo a pesar que tampoco esos movimientos le ayudaron. Tosió un poco, quizá su garganta reseca estuviese enfermando. Unos segundos después todo se puso muy blanco y ya no lo sostuvieron sus piernas.
Cuando abrió los ojos estaba conectado a una máquina que le bombeaba el oxígeno. Parecía ir en una ambulancia. Entre brumas se asomó una cara conocida por sobre la suya y le hablaba. Era su madre. No logró oír todo lo que decía, sólo escuchó “…feliz día, mi amor, apaga las velitas…”, luego cerró los ojos unos instantes. Volvió a abrirlos y ahora, sobre él tenía el rostro de Nito, su abuelo, le decía: “…estoy vivo, era todo una broma, siempre estuve vivo…”, entonces sonrió un poco y pestañeó. Aparecieron dos caras, eran de Clara y Karina, sus cabelleras se juntaban en el centro de la visión. Hablaban las dos al mismo tiempo, sintió que había tenido con ellas una larga conversación, sólo entendió: “…siempre te quise y aún te quiero…”. Se barrieron la imágenes con la entrada intempestuosa de las caras de Felipe y Marcos que gritaban: ¡“…ganaste campeón!, ¡ganaste!…”¡ y luego le felicitaban. Por unos momentos sintió que estaba a punto de abrazarlos, luego cerró los ojos y ya no los abrió.

martes, 4 de octubre de 2005

NÁUFRAGO

NÁUFRAGO


Sus labios secos partidos, el agua filtrándose entre las grietas, su espalda ya húmeda, igual que parte del cabello, su brazo derecho sobre los ojos (apartando un resplandor del que no podía escapar), meciéndose, meciéndose, meciéndose…, y otra vez regresó a la ensoñación.
En los últimos dos días no había bebido o comido nada (no tenía qué), además sus ganas de pescar habían sido abatidas por una sensación en la boca del estómago, que suplantaba el hambre. Las alucinaciones de su hija en la alfombra del living dibujando un día de lluvia. Las repetidas pesadillas en las que resbalaba de un edificio y caía. Las gaviotas…, esas gaviotas tan irreales que asomaban siempre cuando la tarde caía, mientras el bote, ¡bendito sea dios! arrojaba sombra por encima él.
Casi sin moverse, acomodó sus ojos para ver el cielo confundirse con el mar.
Como pudo enderezó la espalda sobre un remo, luego abrió la caja de madera de caoba (regalo de bodas de su madre), el único artículo personal que rescató del “Camila” cuando se estrelló con esa piedra, que no tenía porqué estar allí, que no debió estar allí, pero que sin embargo…, al fin tomó algo de su interior.
¿Qué tan cierto era este infierno?
Cerró los ojos un instante. Vencido, regresó a las tres hojas de esa carta de despedida que apretaba entre sus manos:
—…La nena está durmiendo con su abuela y bien sabes que mi enfermedad es una carga… —…lo he pensado hasta el agotamiento, lo mejor es que ella se quede con este recuerdo de su madre (no quiero lastimarla, entiéndelo)… —hizo una pausa, respiró. —…te amo, tal vez parezca egoísta, pero el dolor se me hace insoportable…— entonces finalizó, —…orgullosamente tuya, Sandra —
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(El mar le devolvió la vida) el amor…, el dolor…, la orilla…, de pronto todo era una misma cosa.
Despertó en la sala de terapia intensiva.
—Camila, Camila… —logró decir, (aún con sus ojos vendados) —todo estará bien, descansa, ya pasó… —susurró a la niña que con suavidad apoyó la cabellera en sus caricias.

VELAS ALREDEDOR

VELAS ALREDEDOR

Cuando me di cuenta que estaba aburrido de su plática giré con la intención de decírselo. Él era grande, realmente grande. Tal vez dos metros o más. Llevaba una capa negra que lo cubría por completo. Al observar su rostro que estaba apenas iluminado, lo suficiente para notar la sinceridad con la que hablaba, me contuve y esperé. Era tierno ver a aquel hombre que parecía capaz de mover el mundo con sus manos, hablarme apenado y pedirme ayuda con franqueza.
Me dijo: —nunca hay luz, fíjate detrás de mío—, y luego vio en mis ojos la perplejidad que aseguraba que era cierto, que la sombra se pegaba a sus espaldas.
Agregó: —la oscuridad me rodea enseguida, toda mi vida ha sido oscuridad.
Yo, que ya tenía sueño, no quise defraudarlo y me entregué a la pena de aquel hombre. Esperando que todo terminara pronto, acepté la vela que puso en mis manos.
—Enciéndela, aléjala detrás de mí para que la sombra se recorra un poco de nosotros.
Lo hice y tal como él lo aseguró, la oscuridad cedió a la luz y se trasladó a un par de metros de la vela. Me alcanzó algunas velas más y yo las encendí haciendo un círculo alrededor para permanecer un rato en la luz.
Sin piedad le dije: —tengo sueño- y contestó: – nomás no me olvides-
A lo que yo, semidormido, conteste: -No-

domingo, 2 de octubre de 2005

MATRIMONIOS Y ALGO MÁS

MATRIMONIOS Y ALGO MÁS


El espejo del baño lo engañó, dejándolo conforme con su aspecto de señorcito refinado, pero al salir de la casa perdió por completo aquella sensación.
— ¿Es éste el traje que elegí?, —pensaba mientras caminaba presuroso —y la corbata, ¿cuándo me hice el nudo?
Escondió las mejillas bajo la solapa para evitar la llovizna y cruzó la avenida empedrada sorteando los pequeños charcos que se confundían con los adoquines. Al levantar la vista vio las luces de neón del alumbrado público y el remolino de minúsculas gotas. No divisó la cornisa del edificio, un viejo hospital abandonado. Impulsado por la curiosidad se fue dejando llevar por los eventos que, como en una carrera con obstáculos, comenzaban a ser cada vez más frecuentes.
Frente a la puerta de altas y gruesas maderas se detuvo. Antes de tocar ésta se abrió permitiéndole el paso. Adentro todas las escaleras parecían llevar al mismo sitio. Las paredes descascaradas no lograban retener la luz que llegaba de una plaza interior. Subió por las escalinatas que encontró al final del pasillo. Angostas, deformes. El arquitecto definitivamente desvarió al confeccionar los planos. Había entrepisos que no tenían ningún sentido de ser, puertas que no eran realmente puertas. De pronto recordó porque estaba en un lugar tan poco atractivo. Una fiesta. Alguien le había invitado a una fiesta, pero no recordaba quien. Uno de los departamentos del segundo piso tenía la entrada más grande y luminosa de aquel lugar. Se acercó seguro de que era allí. Segundos después fue como si el cielo por fin se dignase verlo.
— Hola. Vengo a la fiesta —dijo a las tres hermosas jóvenes que sonrientes le dejaron pasar.
— Adelante, pasa, te estábamos esperando —contestó una de ellas.
Se rompió el cordón umbilical con su pasado cuando se cerró tras de sí aquella puerta. El lugar, con luz tenue y música de fondo, estaba lleno de mujeres y ningún hombre. Se dio cuenta de ser el único caballero y algo no terminaba de cerrarle en su mente. En fin, todas estaban tan elegantes; decidió pasarla bien. Además le restaban importancia a su presencia. Fumaban largos cigarrillos, hablaban y se festejaban a carcajadas sus comentarios mientras bebían. Parecían estar en una boda de la alta sociedad. Eran todas perfectas, como si un dios particular hubiese montado toda aquella fiesta con excesivo cuidado.
— Sin ti, la fiesta no podía empezar —dijo la morena de ojos verdes que le había abierto.
— Siempre es igual —alardeó.
— Bueno, en realidad muchas de nosotras estamos aquí porque en algún momento tú nos propusiste matrimonio —dijo ahora la rubia, mientras se retiraba un mechón que le caía persistentemente sobre los ojos —es tan excitante que hayas llegado en nuestro aniversario.
— ¿Si? Pues, gracias. ¿Yo te propuse matrimonio…, dices? Debes estar confundida, te aseguro que lo recordaría. ¿Dónde nos conocimos?
— ¡LO HICISTE CON CADA UNA DE NOSOTRAS!
— Lo siento, tengo problemas con mi memoria, pero si tú lo dices porque ibas a estar engañándome, te creo, y desde ya te aseguro que voy a cumplir como se debe con cada una de ustedes —dijo con una mueca sarcástica y lujuriosa.
La amable mirada de las jóvenes dejó de serlo en aquél instante como si por un encantamiento infernal hubiesen perdido el alma.
— ¡NO ES JUSTO QUE TE BURLES DE NOSOTRAS! —gruñó la más alta que había permanecido estática a un costado.
— No, no, no, pero…, chicas, yo no las conozco, yo estoy aquí porque...
— ¡PORQUE NOSOTRAS TE INVITAMOS! —dijeron a voces.
En ese momento hubo un profundo silencio. Todas en el salón se voltearon a verlo. Ya no sonaba la música. Sorprendido hizo un reconocimiento del lugar tan sólo para notar la expectativa en el ambiente. Sus tres anfitrionas tenían fuego en la mirada, y cuando hicieron aquel movimiento de manos ya no tuvo dudas. Tenían unas cuchillas enormes. Luego le acercaron una de ellas, demasiado  cerca de su cara. Comenzaron a gritar con una distorsión en sus voces mientras el resto de las mujeres fueron rodeándolo sigilosamente.
Retrocedió, abrió la puerta ágilmente y la cerró tras de sí. Corrió por el pasillo oyendo a sus espaldas los taconeos de esa multitud enceguecida de fieras. Habían dejado caer su fascinante disfraz de belleza y elegancia. Le perseguían alocadas.
Al final había un ascensor. Oprimió sin elegir uno de los botones a su derecha. La puerta se cerró dejándole ver las ahora horripilantes mujeres, que blandían con brutal sed de muerte las cuchillas.
Subía… Piso 8, piso 9, piso 10.
La puerta se abrió. Estaba en la azotea. Se acercó a la orilla del edificio y esbozó una mueca de desesperación. Comprendió que estaba acorralado, no había edificios laterales. Pronto volvería a abrirse el ascensor.
Saltó, apenas cedió la puerta, una muchedumbre de desaliñadas criaturas, despidiendo gritos y baba. Volteó a ver el abismo, tan profundo, tan oscuro, tan indecente. Tomó la decisión. Sabiéndose muerto sintió estar haciendo lo correcto y en ese instante, que le pareció eterno, se encomendó a Dios.