domingo, 2 de octubre de 2005

MATRIMONIOS Y ALGO MÁS

MATRIMONIOS Y ALGO MÁS


El espejo del baño lo engañó, dejándolo conforme con su aspecto de señorcito refinado, pero al salir de la casa perdió por completo aquella sensación.
— ¿Es éste el traje que elegí?, —pensaba mientras caminaba presuroso —y la corbata, ¿cuándo me hice el nudo?
Escondió las mejillas bajo la solapa para evitar la llovizna y cruzó la avenida empedrada sorteando los pequeños charcos que se confundían con los adoquines. Al levantar la vista vio las luces de neón del alumbrado público y el remolino de minúsculas gotas. No divisó la cornisa del edificio, un viejo hospital abandonado. Impulsado por la curiosidad se fue dejando llevar por los eventos que, como en una carrera con obstáculos, comenzaban a ser cada vez más frecuentes.
Frente a la puerta de altas y gruesas maderas se detuvo. Antes de tocar ésta se abrió permitiéndole el paso. Adentro todas las escaleras parecían llevar al mismo sitio. Las paredes descascaradas no lograban retener la luz que llegaba de una plaza interior. Subió por las escalinatas que encontró al final del pasillo. Angostas, deformes. El arquitecto definitivamente desvarió al confeccionar los planos. Había entrepisos que no tenían ningún sentido de ser, puertas que no eran realmente puertas. De pronto recordó porque estaba en un lugar tan poco atractivo. Una fiesta. Alguien le había invitado a una fiesta, pero no recordaba quien. Uno de los departamentos del segundo piso tenía la entrada más grande y luminosa de aquel lugar. Se acercó seguro de que era allí. Segundos después fue como si el cielo por fin se dignase verlo.
— Hola. Vengo a la fiesta —dijo a las tres hermosas jóvenes que sonrientes le dejaron pasar.
— Adelante, pasa, te estábamos esperando —contestó una de ellas.
Se rompió el cordón umbilical con su pasado cuando se cerró tras de sí aquella puerta. El lugar, con luz tenue y música de fondo, estaba lleno de mujeres y ningún hombre. Se dio cuenta de ser el único caballero y algo no terminaba de cerrarle en su mente. En fin, todas estaban tan elegantes; decidió pasarla bien. Además le restaban importancia a su presencia. Fumaban largos cigarrillos, hablaban y se festejaban a carcajadas sus comentarios mientras bebían. Parecían estar en una boda de la alta sociedad. Eran todas perfectas, como si un dios particular hubiese montado toda aquella fiesta con excesivo cuidado.
— Sin ti, la fiesta no podía empezar —dijo la morena de ojos verdes que le había abierto.
— Siempre es igual —alardeó.
— Bueno, en realidad muchas de nosotras estamos aquí porque en algún momento tú nos propusiste matrimonio —dijo ahora la rubia, mientras se retiraba un mechón que le caía persistentemente sobre los ojos —es tan excitante que hayas llegado en nuestro aniversario.
— ¿Si? Pues, gracias. ¿Yo te propuse matrimonio…, dices? Debes estar confundida, te aseguro que lo recordaría. ¿Dónde nos conocimos?
— ¡LO HICISTE CON CADA UNA DE NOSOTRAS!
— Lo siento, tengo problemas con mi memoria, pero si tú lo dices porque ibas a estar engañándome, te creo, y desde ya te aseguro que voy a cumplir como se debe con cada una de ustedes —dijo con una mueca sarcástica y lujuriosa.
La amable mirada de las jóvenes dejó de serlo en aquél instante como si por un encantamiento infernal hubiesen perdido el alma.
— ¡NO ES JUSTO QUE TE BURLES DE NOSOTRAS! —gruñó la más alta que había permanecido estática a un costado.
— No, no, no, pero…, chicas, yo no las conozco, yo estoy aquí porque...
— ¡PORQUE NOSOTRAS TE INVITAMOS! —dijeron a voces.
En ese momento hubo un profundo silencio. Todas en el salón se voltearon a verlo. Ya no sonaba la música. Sorprendido hizo un reconocimiento del lugar tan sólo para notar la expectativa en el ambiente. Sus tres anfitrionas tenían fuego en la mirada, y cuando hicieron aquel movimiento de manos ya no tuvo dudas. Tenían unas cuchillas enormes. Luego le acercaron una de ellas, demasiado  cerca de su cara. Comenzaron a gritar con una distorsión en sus voces mientras el resto de las mujeres fueron rodeándolo sigilosamente.
Retrocedió, abrió la puerta ágilmente y la cerró tras de sí. Corrió por el pasillo oyendo a sus espaldas los taconeos de esa multitud enceguecida de fieras. Habían dejado caer su fascinante disfraz de belleza y elegancia. Le perseguían alocadas.
Al final había un ascensor. Oprimió sin elegir uno de los botones a su derecha. La puerta se cerró dejándole ver las ahora horripilantes mujeres, que blandían con brutal sed de muerte las cuchillas.
Subía… Piso 8, piso 9, piso 10.
La puerta se abrió. Estaba en la azotea. Se acercó a la orilla del edificio y esbozó una mueca de desesperación. Comprendió que estaba acorralado, no había edificios laterales. Pronto volvería a abrirse el ascensor.
Saltó, apenas cedió la puerta, una muchedumbre de desaliñadas criaturas, despidiendo gritos y baba. Volteó a ver el abismo, tan profundo, tan oscuro, tan indecente. Tomó la decisión. Sabiéndose muerto sintió estar haciendo lo correcto y en ese instante, que le pareció eterno, se encomendó a Dios.