lunes, 5 de diciembre de 2005

DESPIDIENDO A NITO

DESPIDIENDO A NITO

El Río de la Plata era un lugar mitológico en donde algunos escritores habían lavado su alma. MONTE VI D. E. O. la capital del Uruguay. Monte VI de Este a Oeste habían escrito los españoles en alguna bitácora de viaje, al entrar por el río más ancho del mundo y verificar que el cerro era el sexto, desde la amplia desembocadura.
Ya en los próximos 1500 años habían cambiado algunas cosas. La gente se agolpaba en las paradas de autobuses de la avenida 18 de Julio del centro de la ciudad. Algunos subían, otros bajaban y los que no, quedaban atrapados dentro de ellos, cual ganado. Hombres y mujeres resignados al trabajo y con la mente puesta en dejarles un buen futuro a sus hijos, sin pensar en el presente de sus vidas. No era fácil mantenerse joven, había que sobrevivir a la tristeza uruguaya de unos tiempos sin gloria ni pasión.
Jóvenes mirando el cielo y pensando -¡¿dónde estará mi oportunidad?!-
Ambrosio era uno de ellos. A los 27 años tenía la libertad a medio estrangular. Pensó en eso un rato mientras caminaba por la rambla y observaba el mar, soltando barcos hacia la orilla Argentina. “Me trajo de nuevo a estas tierras un corazón con la correa en el garganta, soy un “Houdini” que no necesita ni cadenas ni cerrojos, que los lleva adentro”
Desde el faro de Punta Carretas anduvo hasta la antigua casa donde vivió momentos extraordinarios en la infancia junto a sus abuelos Nito y Cocó. Había caminado por kilómetros buscando los recuerdos de esa época que representaban la pureza y la ingenuidad. Llegó solamente para comprobar que ya no existía, en ese lugar había un supermercado que tapaba sus recuerdos.
Decidió ir treinta kilómetros al norte, a Salinas, dónde descansaban los viejitos. Una casa construida por ellos, un balneario de veraneo, una playa deliciosa. Hacía algún tiempo que no iba a visitarlos. Le habían dicho que Nito estaba mal, que ya tenía los días contados con una mano, pero que él estaría ahí, esperando al nieto. Había ido al estadio centenario por primera vez con él, para ver fútbol y se le perdió entre las gradas, para aparecer luego, con un cono lleno de cacahuates.
Por fin llegó y entró al jardín.
— ¡Hola, hola! — dijo ya casi en el portal.
— ¿Quién es?, ¿quién es? —preguntó Nito desde el porche donde solía sentarse temprano en las mañanas y a última hora de las tardes. Casi no podía ver por las cataratas de sus ojos. — ¿Eres tú Ambrosio?
— Sí, Nito, soy yo.
— ¡Venga ese abrazo! ¡Qué gusto tan grande de verte!
Estaba extremadamente flaco, piel y huesos. Él siempre había sido un hombre corpulento. De todas formas, le ayudó a pararse por su deseo de abrazarlo. Se envolvieron fraternalmente y luego lo apoyó suavemente en la butaca — ¡Pero qué alegría! —volvió a decir.
Su esposa y abuela de Ambrosio, una señora tan baja como vital, a sus ochenta años, corrió para servir, ya fuera agua, alimentos, o lo que los demás pudiesen querer.
— ¡Qué suerte que te encontré, que no saliste a andar en bicicleta! ¡Se te ve tan bien! —dijo Ambrosio con el fin de buscar la respuesta irónica de un inefable humorista.
— Déjate de bromas que estoy hecho una calavera, si me apoyo muy fuerte se me escapan las costillas por la boca —en el filo de la navaja y allí estaba de nuevo él, a la carga, riéndose de la muerte.
— ¿Quieren algo de comer? —dijo Cocó.
— Si, bueno, y ya que vas, tráenos unas gotitas de algo, ¿ya sabes?
Cocó entró a la casa y regresó con pan con mantequilla y una botella de caña con butiá. Luego se sentó a un lado de Nito.
— ¿Y?, ¿la radio?, ¿dónde la tienes?, en cualquier momento empieza el partido —dijo Ambrosio.
El viejito la encendió. Tenía la sonrisa más hermosa que hubiera visto y la mirada no se podía explicar ni con todas palabras.
Se sirvieron unos tragos se pusieron a escuchar el partido de fútbol en los relatos de Quesada, un locutor con voz muy ronca y lenguaje de mecánico borracho.
A los 20 minutos decía: “La toma Borges, puede venir, caracoleo, quebró la cintura, está, la pide Soria, está, le pegó de cacheteé, sí sí, está, gooooool, ¡Gooooooooooooollllll¡ estupendo, formidable, les están bailando un danzón a los muchachos del Defensores del chaco” —relataba a voz en grito con aquel lenguaje que les encantaba oír.
Cuando terminó el partido se metieron a la casa y pronto se hizo la noche.
Cenaban. En medio de la comida Nito pidió algo a Cocó. Ella fue hacia la habitación y regresó con una cajita.
— Un día, tu tendrías seis o siete años, me dijiste, “cuando te mueras, ¿me lo dejas de herencia?”, y yo te dije que sí, pero que faltaba mucho. Pasaron casi veinte años. Te hice esperar pero al final todo llega —y le entregó la cajita.
— Me dejas mudo —dijo él y la tomó con cuidado. Era el reloj de colores esmeraldas tornasolado que lo hipnotizaba, cuando de pequeño se sentaba en sus piernas a oír historias fantásticas.
Cocó Hizo una mueca como queriendo burlarse de lo inevitable, como si la sola suposición que Nito anunciaba fuera otro chiste. Ambrosio hizo lo propio, pero él sabía que, el viejito, nunca iba a desaparecer.